Para una criatura recién nacida, la familia es el ámbito que constituye su universo y así sigue mientras se va desarrollando y, poco a poco, va adquiriendo las capacidades que le permitirán ser un individuo autónomo en la vida y poder decidir por sí mismo. Aún entonces, la persona siempre encuentra en su familia aquel refugio que le permite un espacio de seguridad, ser aceptado y percibir el amor de aquellos que son los suyos.
Siempre, pero más cuanto más tenga la vivencia de la familia como un universo, la persona irá captando cuanto en ella oiga, observe, capte,… incorporándolo a su propia vida o rehusándolo por reacción provocada por algún motivo, pero siempre lo hará con un vínculo emocional y afectivo que hará que aquellos elementos que ha aprendido se fijen en él para siempre.
La coherencia con la que la familia viva cualquier ámbito, pero sobre todo el de las creencias, la fe, la espiritualidad y la práctica religiosa, será determinante para que sus hijos las asuman y las vivencien. La familia constituye un ámbito de intimidad que confiere naturalidad y protección ante cualquier circunstancia, también, por supuesto, ante aquellas cuestiones más propias de la intimidad de cada persona, por eso es el entorno más adecuado para la transmisión de la fe y su vivencia, así como la del inicio en la práctica religiosa. La manera en la que la familia haga presente la fe en la familia, y el ámbito de amor con el que vivan, favorecerá la fe de sus miembros.
La familia debe buscar apoyo en la comunidad en la que viva su fe. De todas maneras, siempre hay que contar con que la fe, a pesar de todo, es un don de Dios que cada uno debe cuidar y hacer crecer; a esto hay que ayudar a los hijos pero siempre desde la oración y la confianza en Dios que no nos abandonará y quiere que todos le conozcamos y le amemos.